miércoles, 23 de julio de 2008

ANHELO DE INMORTALIDAD Y RESIGNACIÓN ANTE LA MUERTE



¡Ojalá el que esté en verdad muerto
vea todavía el resplandor del sol!

Epopeya de Gilgamesh, Tabla X



Imaginemos que una persona, pongamos por caso, Juan el albañil, decide caminar por la vía del tren por que es el camino más corto a su casa. Minutos después, escucha el silbato del tren al acercarse. ¿Qué hará Juan el albañil al respecto? Bueno, lo que cualquier persona sensata haría: apartarse de la vía. Y es que existe en nosotros y en cualquier criatura viva una programación de orden biológico a la que se ha dado en llamar “instinto de conservación”. Sin este instinto es imposible la vida y, junto al instinto reproductivo, es lo que hace posible la preservación de la especie. Lo que hace distinto al ser humano es la capacidad de racionalizar ese instinto, de concebir la muerte como abstracción, como idea, mientras que el resto de las criaturas no son capaces de comprender su finalidad. Juan el albañil no sólo se sale de la vía al escuchar al tren, sino que responderá a la pregunta enunciada más arriba del mismo modo que cualquier otro; incluso, será capaz de prevenir riesgos sobre su seguridad y de planear todo tipo de eventualidades a fin de asegurar su supervivencia. Ahora bien, este instinto no está limitado en lo temporal. Las personas no mueren porque este instinto desaparezca, sino por la acción de causas externas (Juan el albañil no escucha el tren y este lo pisa) o por lo que se da en llamar “muerte natural”, tipo de muerte que todavía hoy es difícil de explicar y sobre la que ahondaremos más adelante.


Esta racionalización del instinto de conservación es lo que damos en llamar “afán de perpetuación” o de manera más directa, menos tímida, “anhelo de inmortalidad”.


Imagino a más de uno rebelarse ante esta última afirmación. “Yo no quiero ser inmortal, sólo vivir un poco más”. A lo que el inmortalista retrocaría: “¿Cuánto más?” Pregunta a la cual suele sobrevenir, casi inevitablemente, la siguiente respuesta: “No sé; hasta que me aburra; setenta u ochenta años”, sin que uno pueda entender por qué ochenta años y no ochenta y uno, u ochenta años y un día. Habrá quien, también, adoptando un aire místico, cuando no pedante, afirme: “lo que me toque vivir”, pensando que esta frase tiene algún significado. “¿Y si te tocara morir ahora mismo?” “Y… no, me gustaría vivir un poco más”, responde el que teme aburrirse, sin saber que muy probablemente responderá lo mismo a los setenta, los ochenta, los ochenta y uno o los cien, después de haberse aburrido ya, dicho sea de paso, una infinidad de veces… El místico, por su parte, asumirá la arbitrariedad, el sinsentido de su afirmación, y lo transformará, no ya en un enunciado lógico, sino en un dogma de fe. Y es que todos, absolutamente todos, hemos necesitado alguna vez creer que existe una razón para la muerte, sin la cual no habría una razón para la vida. Este es un sentimiento muy noble, sin duda, un sentimiento profundamente humano, pero esto no significa que se corresponda con la realidad; no porque nos desespere la idea de que nuestra existencia sea azarosa y que no tenga un propósito de orden cósmico, esto cambiará de no ser así. Para decirlo más claramente, si Dios no existe, nuestra desesperación no haría que existiera sino, simplemente, que renunciáramos a la idea de que el sentido de nuestra existencia es la existencia misma o, en todo caso, el sentido que nosotros, como únicos responsables de su continuidad y persistencia, le otorgásemos, sentido o finalidad que no sería más o menos arbitrario que el impuesto por un dios, por el cosmos o el azar y sea este sentido el mero goce de la vida (o padecimiento, por qué no), o el propio anhelo de vivir, todo esto conlleva, por definición, la intención de extender la duración de esta existencia lo más posible.


Si volviésemos con el pedante, al que a esta altura encontraríamos, sin duda, citando a Sócrates (ya tendremos tiempo para referirnos a este sujeto), lo veríamos reafirmarse en su pedantería: “Y bueno”, dirá, “si me tocara morir en este preciso instante, debería aceptarlo con sabiduría; uno debe ser capaz de aceptar la muerte con resignación. Incluso, el hombre sabio aprende a aceptar la muerte como un don y acaba por desearla como a un agente liberador de las penurias de la existencia”. A lo que el inmortalista, adoptanto su mejor sonrisa, respondería: “¡Si te querés morir, morite!”


Pero lo cierto es que este anhelo de inmortalidad no es ajeno a ningún hombre. Si lo duda, amigo mío, haga el siguiente experimento: encueste al mayor número de personas posible; amigos, vecinos, compañeros de trabajo, transeúntes circunstanciales, etcétera, acerca de la continuidad de nuestra alma o espíritu después de la muerte y se sorprenderá al ver que la mayoría de las personas cree en ella. Incluso, notará con asombro que esta certeza existe en personas que no creen en dios alguno y que por lo tanto, es independiente al sentimiento religioso tradicional. De hecho, es muy probable que sea anterior a cualquier tradición religiosa, no sólo desde el punto de vista temporal, sino también desde el punto de vista causal, es decir, “el alma es inmortal, por lo tanto, Dios existe” y no a la inversa. También observará (y esto es tanto o más importante) que quienes no creen en esta continuidad, quienes no creen en esta inmortalidad dada o inherente a la condición humana, incluso, no creyendo en ella o precisamente por no creer, la desean con igual o mayor pasión y desesperación. Y esta es, amigo lector, la era de la razón, de La Diosa Razón; nadie cree en algo improbable y acaso, lógicamente incomprobable y mucho menos, afirmará creer en ello, si no lo anhela apasionadamente.


Sin embargo, existe la creencia de que uno debe aceptar con sabiduría lo que le esté dado, lo que desde un punto de vista existencial equivale a que Juan el albañil se quede en la vía porque su destino, obviamente, es ser atropellado por el tren. El inmortalista se rebela ante esta actitud pusilánime ante la existencia; la de aceptar lo que, al parecer, es dado por la divinidad o el azar y, en consecuencia, asume la responsabilidad sobre su deseo de persistir.

Ahora bien. ¿Cómo es posible que sea tan fácil encontrar personas que crean en la necesidad de rebelarse ante cualquier forma de injusticia, maldad o estupidez y, sin embargo, sea tan difícil hallar a alguien que considere una virtud rebelarse ante el injusto, el malvado y estúpido predominio de la muerte? Y no nos volvamos hipócritas, a lo largo de la historia humana el hombre que siente la vida, el que la ama y la reconoce como el mayor valor, como el don que hace posible cualquier otro don, como el don necesario (en el sentido filosófico y también en el práctico) para cualquier acto de acción u omisión humana, se han representado a la muerte como injusta, malvada y estúpida. Y el inmortalista agregaría a este listado de adjetivos, calificándola, también, de arbitraria e innecesaria.


(También hay, por supuesto, quien niega el valor intrínseco de la vida; el cinismo, querido lector, consiste en despreciar a la naranja porque no sabemos chupar el jugo)

A tal punto es necesaria la vida para todo acto humano que, incluso y, a desmedro de los pedantes de la sabiduría de resignación ante la muerte, es absolutamente indispensable estar vivo, es necesario existir, para poder relativizar o negar el valor intrínseco de la vida. Y aquí, lector, podríamos agregar una larga lista de filósofos de eminencia e influjo innegable en nuestro pensamiento. No sabemos qué sentían estos hombres al intentar perpetuar esta idea anti-vital, ni cómo estaban vestidos al redactar sus respectivas obras inmortales, ni que habían desayunado esa mañana. Ni siquiera sabemos si creían realmente en lo que decían; lo que sí sabemos a ciencia cierta y nadie podrá discutirnos, es que estaban vivos al hacerlo. Se nos podrá decir que este argumento es una obviedad. Les advierto, entonces, que nuestro camino estará lleno de obviedades; obviedades que es necesario denunciar como tales, que es necesario gritar, proclamar a los cuatro vientos si es necesario, hasta que la totalidad de los hombres recuerde o se entere de que algo no deja de ser verdadero por ser obvio, de que lo obvio es obvio, precisamente, obviamente, porque es absoluta e incuestionablemente verdadero.

Nos sentimos aquí con pleno derecho de acusar a estos hombres de no actuar en consecuencia con sus supuestas creencias. Si lo segundo mejor es morir, por qué filosofar, por qué crear obras de arte, por qué esforzarse en crear lenitivos al padecimiento de la existencia, cuando es más fácil y mejor darse muerte, acabar con todo, puesto que la vida es algo nefasto por definición y no de forma parcial y de modo incidental, es decir, algo malo en sí mismo y no porque nos suceden a veces cosas malas que bien podrían no suceder o suceder en menor medida. Porque el único mal inevitable en esta vida es la muerte, de la que ellos, precisamente ellos, no tienen derecho de quejarse, por ser ellos quienes la han proclamado un bálsamo. Así es como el inmortalista, adoptando su mejor sonrisa les responderá a estos pedantes: “¡Si te querés morir, morite!” O mejor todavía: “¡Si te querés matar, matate!”

¿Y por qué no se matan?

En primer lugar, nos dicen, porque temen ser inmortales y si la existencia es forzosamente dolorosa, la inmortalidad habría de ser el peor de los destinos. Así, Shakespeare nos dice a través de su inigualable Hamlet:



“¿Quién querría llevar tan duras cargas, gemir y sudar bajo el peso de una vida afanosa, si no fuera por el temor de un algo después de la muerte ––esa región cuya frontera no vuelve a cruzar viajero alguno––, temor que confunde nuestra voluntad y nos impulsa a soportar aquellos males que nos afligen, antes que lanzarnos a otros que desconocemos?”



Pero lo curioso es que este argumento es mucho más sensato a la inversa, es decir, “¿qué, sino el temor a morir, a dejar de ser, es lo que nos hace cobardes ante el altanero?”. El recurso de apuntar a la cabeza de un hombre para que haga lo que uno quiere, contra todo lo que pueda afirmar el pesimismo alemán, no funciona porque el hombre tema ser inmortal, sino porque su temor es, precisamente, el no serlo. Halle usted un hombre inmortal o, en su defecto, un hombre que efectivamente crea serlo, e intente obligarlo a hacer algo amenazándolo con matarlo. Le sorprenderá ver los escasos resultados que obtendrá. El cristianismo primitivo, por ejemplo, está lleno de heróicos mártires que bien valdrán de ejemplo, como lleno está el mundo de filósofos, incluso, de grandes filósofos, que confunden las verdades poéticas de Shakespeare con verdades lógicas. Además, quien bien lea estos versos, notará que Shakespeare asume que hay un después y, sólo en la certeza o la incertidumbre de que hay un después se hace evidente la posibilidad lógica de que algo peor nos pueda pasar. Si este después no existe, la precaución de Hamlet es infundada. Se me dirá que si sí existe, sería infundada nuestra preocupación. Eso es completamente cierto. Como también es cierto que en ambos casos, obtener la inmortalidad física es una solución razonable.

¿Y qué significa ese temor a la inmortalidad fundado en la noción de que existir es, en sí mismo, un sinónimo de padecer? ¿Qué significa este anhelo de muerte? ¿Acaso es necesario afirmar que este engendro de la razón es contrario a la vida? ¿De qué error, de qué horror proviene? ¿Y tiene sentido realmente? Muchos hombres se han suicidado, por ejemplo, porque no toleraban los padecimientos de la guerra púnica o la guerra franco-prusiana, acontecimientos atroces, por cierto, pero que hoy son meras anécdotas en los libros escolares. ¿Realmente los filósofos del pesimismo eran incapaces de ver que siendo inmortales, todo acontecimiento es, a fin de cuentas, anecdótico? Lo que nos espanta, lo que verdaderamente aborrecemos de la guerra, de los accidentes, del cáncer, no es tanto el dolor, que es un estado y como todo estado o fenómeno, es finito, desvaneciéndose tarde o temprano, sino la muerte, el hecho de que nosotros o alguno de nuestros seres amados deje de existir y, por lo tanto, pierda la posibilidad de superar ese último estado de padecimiento.


En definitiva, estos hombres actúan en contraposición a su supuesta concepción del mundo. En el fondo sienten la vida de manera opuesta. Su pasión por el conocimiento y la verdad no proviene sino de su apasionamiento por la vida; no terminan de entender que lo único que hace intolerable las penurias de la existencia es la propia mortalidad. Esta es la gran verdad que alimenta la esperanza del inmortalista. Y es que si algo nos ha enseñado nuestra experiencia en la vida es que ningún estado es permanente. Jorge pensó que no iba a poder seguir viviendo cuando lo dejó Mabel, Carlos pensó que no iba a poder seguir viviendo cuando se quedó ciego y, sin embargo, ambos siguieron y ese estado de desesperación, de negación de la vida, tarde o temprano (si tuvieron la suerte de gozar del suficiente tiempo, de suficiente vida) desapareció. Y no hablamos de resignación ante lo dado, que, como ya hemos visto, está fuera del espíritu del inmortalista que todo lo anhela y todo lo persigue. De hecho, Mabel puede volver y Carlos puede recuperar su vista o ambos pueden, también, preferir que ni Mabel ni su vista vuelvan, que no es algo del todo improbable, en especial, en el caso de ciertas Mabeles. Y hablamos, no de resignarse, sino, simplemente, de un cambio en nuestras preferencias.


Pero para que un cambio se produzca, sea este que Mabel vuelva o que ya no queramos que vuelva, para que sea fácticamente posible debemos persistir, debemos continuar siendo. He ahí, por ejemplo, el error del suicidio; el suicida, es incapaz de concebir ese cambio que no sólo es posible, sino fatal, puesto que en un período interminable de tiempo todos los cambios posibles se dan; tarde o temprano, por ejemplo, Cataluña y Viet-Nam jugarán la final del mundial de fútbol y, aunque parezca más increíble, tarde o temprano el mundial de fútbol dejará de realizarse… al menos hasta que, tarde o temprano, para alivio de los fanáticos de este deporte, vuelva a implementarse el sacrosanto torneo.


Se nos preguntará qué pasa si el cambio que necesitamos para volver tolerable nuestra existencia no es lógicamente posible. El inmortalista sonreirá y nos dirá que no hemos entendido nada. Y es que la otra gran verdad que alimenta su esperanza es que no existe cambio lógicamente posible que no sea fácticamente posible. Volvamos con Carlos y preguntémonos que pasa con su vista. Recordemos primero que no hemos dicho cuándo ni dónde vivía o vivió ni por qué no veía. Supongamos un primer escenario en el que Carlos es un herrero medieval y padece de cataratas. Lo que en su tiempo era un mal incurable, hoy en día se resuelve con una simple cirugía. ¿Por qué suponemos, por qué no somos capaces de entender que tarde o temprano se hallará la solución a todo inconveniente médico? Una vez resuelto el tema de la inmortalidad física, todo es cuestión de tiempo y todo será cuestión de gustos… Y si Carlos quiere seguir siendo ciego, allá él, ya se le pasará… y volverá… y cambiará de opinión y así por los siglos de los siglos, como a nosotros también nos tocará ser ciegos y cojos y católicos y budistas y nos arrepentiremos de haber querido ser inmortales y luego de habernos arrepentido, en un ir y venir de cambios y fluctuaciones que no tiene fin. Y ahí está la gracia, en que no tenga fin, de modo que nada de lo que hayamos perdido se pierda del todo y nada de lo que sea posible desear esté vedado a nuestro afán, a nuestro humano anhelo de inmortalidad.

miércoles, 9 de julio de 2008

INTRODUCCIÓN



En una fábula de Esopo, se cuenta la historia de un zorro hambriento que da con una vid en medio del bosque. El zorro salta una y otra vez, con todas sus fuerzas, sin poder alcanzar las uvas. Por fin y a pesar de no poder hacerse de ellas, se va feliz, satisfecho consigo mismo, porque ha llegado a la conclusión de que las uvas, sin duda, estaban verdes.

Hasta ahí la fábula.

Como inmortalistas declarados, toda vez que nos hemos puesto a discutir con alguien acerca de la posibilidad de obtener la inmortalidad, hemos sentido que teníamos que enfrentarnos con el zorro de esta fábula. Detrás del gesto de estoicismo o de supuesta sabiduría en la resignación ante la muerte, siempre parece esconderse el gesto mezquino del que desdeña aquello que le resulta inalcanzable.

Invariablemente, el camino de la discusión lleva a nuestro antagonista por el siguiente derrotero:

––Yo no quiero ser inmortal

A lo que, minutos después, sin importar el rumbo que tome la discusión, seguirá el inevitable:

––Obtener la inmortalidad es imposible…

Que desenmascara el “al cabo estaban verdes” de su aseveración anterior.

Y finalmente:

––En realidad, yo creo que algo de nosotros subsiste a la muerte…

Con lo que nuestro interlocutor acaba, de modo esquizoide y contradictorio, una discusión que ha llevado a cabo consigo.

(Al fin de cuentas, si me permiten la crudeza, es como discutir sobre la hora con el Sombrerero Loco de Lewis Carroll; no importa los argumentos que uno exponga: para él, siempre serán las 5 de la tarde).


En las siguientes páginas nos proponemos demostrar que los argumentos que suelen esgrimirse para demostrar que la inmortalidad es indeseable son, generalmente, falacias, cuando no, lisa y llanamente, mentiras, prejuicios o sinsentidos lógicos.

Además, expondremos algunas de las razones por las cuales sí es deseable ser inmortal y las ventajas y desventajas (o problemas) que surgirían en un hipotético mundo de hombres inmortales.

Asimismo, a modo ilustrativo, proveeremos al lector curioso un listado de personalidades que han deseado la inmortalidad y de aquellos que, al menos, han padecido la desesperación de saberse criaturas mortales; desesperación que ha sido definida, mejor que nunca y para siempre, por nuestro querido y venerado maestro Don Miguel de Unamuno, en su obra capital: “Del sentimiento trágico de la vida”, principal fundamento de esta obra.